Javier Caro

En los años 80 la necesidad del espectador por asistir a algo más terrorífico, más asqueroso y repulsivo llevó a los directores a mostrar a las criaturas que aterrorizaban la psique humana, los monstruos babosos, dentudos y escamosos que vivían en Midian, bajo la cama o dentro de alguna cueva perdida en la frondosidad de un bosque. Magia negra, seres reptilianos o bichos insectoides pululaban por la imaginería humana desde Kafka hasta Lovecraft, pasando, cómo no, por Craven o Baker.

El monstruo gomoso, hoy parte inextricable de la serie b americana de la década (y también de algún fantástico blockbuster), de movimientos mínimos, presencia relativa pero amenazante e inquietante, fue ganando terreno. La visión del mal, de la pesadilla en látex y microfibras se había tornado en real, en algo tangible. Tras el estreno de Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993) los monstruos de látex fueron cayendo en el olvido de la industria, no tanto por parte de los fans y los directores que seguían moviéndose en el terreno de la serie B más pura. Los efectos, cada vez con más calidad, generados por ordenador, el famoso CGI, apartaban de un manotazo el viejo truco del ser animatrónico y de goma.

Por primera vez veíamos a un personaje principal participar de la trama sin que existiera en el mundo real. Jar Jar Binks sustituía al actor enfundado en un traje, ya no era necesario un actor como Peter Mayhew para interpretar a Chewbacca, un programa informático podía sustituirlo. Pasamos de ver a Yoda sentado y manejado por Frank Oz, a asombrarnos al contemplar su cambio a saltimbanqui poseído por la fuerza en el Episodio II obra de los efectos digitales.

Los fans del género nunca se han olvidado de iconos del arte del látex y del aerógrafo como Rob Bottin, del maquillaje como Dick Miller o de los monstruos como Jeff Shank, de los animatrónicos como Howard Berger o Chris Walas. Por no hablar de Rick Baker, ganador del Oscar al mejor maquillaje por Un Hombre Lobo Americano en Londres (John Landis, 1981). Siempre han estado muy presentes, aunque la industria siguiera cegada por la efectividad del CGI, que en mucha ocasiones arruinaba un filme por su escasa integración. Recordamos a personajes que han terminado por ser entrañables con la perspectiva que nos aporta el tiempo, y sobre todo, sabiendo que pertenecieron a un momento exacto del cine que jamás se repetirá.

Una época de evolución en los efectos especiales que iba a finalizar en el uso del ordenador en el cine. Los monstruos de látex solo eran parte de la evolución lógica y pausada de los efectos especiales, pero también fueron el primer salto a contemplar el horror con nuestros propios ojos. El bicho se escondía tras un armario o una cuna, aparecía de repente, gemía, gritaba o balbuceaba, era animalesco, brutal y baboso, siempre amenazante

Seres abyectos y grimosos como los diablos diminutos de La Puerta (Tibor Takács, 1987), los hombres lobos de Aullidos (Joe Dante, 1981), el remedo repulsivo de los Gremlins, los Ghoulies (Luca Bercovici, 1984), los extraterrestre de pinchos afilados y humor negro de Critters (Stephen Herek, 1986), o los payasos intergalácticos de Killer Klowns from Outer Space (Stephen Chiodo, 1988). Personajes que entre las huestes del terror no han caído en el olvido, pero que tampoco han gozado de la importancia, más allá de la nostalgia, de otros monstruos que no se adscribían a este específico y concreto subgénero.

Todo esto parecía muerto, pero en los últimos años y de forma tímida, quizás más como homenaje que como regreso, ha habido dos filme que podríamos calificar de mainstream, aunque con evidentes e indisimuladas trazas de serie B, que han utilizado estos animatrónicos plasticosos en sus tramas.

No solo, aunque principalmente, los personajes gomosos y/o animatrónicos han sido recurrentes en el cine de terror, también han tenido un espacio en el fantástico y la ciencia ficción. Extraterrestres, seres mitológicos, monstruos creados por productos químicos o en laboratorios secretos. Personajes siempre cercanos al horror, a lo repulsivo y extraño, de una bizarría aplastante en lo visual y con un toque de humor negro, en algunos casos negrísimo. Bichos espaciales como Alien o E.T. han marcado, cada uno en su género, a varias generaciones; otros han intentado generar un miedo o fascinación quedándose a mitad de camino como Kuato en Desafío Total (Paul Verhoeven, 1990).

Los bebés, infantes o niños también han sido personajes recurrentes entre los muñecos de goma articulados, o manejados por tirititeros como Chucky o el bebé, escurridizo y apenas visible de ¡Está Vivo! (Larry Cohen, 1974) Esos terrores convertido en realidad que oprimen el pecho entre espasmos del actor, con movimientos imposibles de cámara y apariciones fugaces para que todo cobre una vida inexistente. Un mundo de fantasía donde el muñeco inerte se resuelve como vivo y tiene la capacidad de aterrorizar. Incluso a veces de escandalizar.

Maligno (James Wan, 2021) y Apéndice (Anna Zlokovic, 2023) han formulado, cada uno desde un prisma argumental diferente, una misma idea: el hermano siamés siniestro y abandonado, y ambas han recurrido al monstruo repugnante hecho de goma y látex. No me atrevería a decir que sean un homenaje velado o sutil de Basket Case (Frank Henenlotter, 1982), crítica harto repetida por todo tipo de personas, sino que siendo o no un homenaje, está claro que lo que mejor le puede funcionar a estos filmes es el uso de monstruos hechos de plástico para evidenciar la corporeaidad del personaje viscoso, purulento y grimoso.

Un recurso más dentro del abanico de posibilidades que ofrece un filme. Ese ser deforme, fetoso y débil que entraña todo los defectos que pueden generar la repulsión en el espectador, pero que sin embargo, alberga una pátina de maldad adherida a su pegajosa piel de látex, puede no producir el efecto deseado si se genera por CGI. La repugnancia a veces es imposible de clonar mediante la infografía. Las prótesis, los efectos especiales realista, carnosos, vivos y manipulables no pueden ser reproducidos en un programa de ordenador, porque no transmite el asco que produce ese ser ortopédico y malformado que aparece en la pantalla.

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Está claro que tanto Wan como Zlokovic pueden haber querido hacer un homenaje evidente al cine de los 80, quizás más que a la propia Basket Case, o que han usado el homenaje para estimular la nostalgia de los espectadores y atraparlos en su red. A pesar de estas cuestiones más próximas al marketing, el uso del recurso plástico y de goma funciona porque confiere al filme un punto más de rechazo y repulsión, sensaciones que la cinta desea transmitir. El asco en una emoción primaria que explota más rápido al presenciar un ser repulsivo de plástico con sus pliegues, deformidades y dentadura, que con capas de fino CGI.

Indudablemente desde el punto de vista visual la mezcla, como ya hiciera Jurassic Park (filme seminal en muchos aspectos) de animatrónicos, CGI y maquillaje es insustituible para que la veracidad, el miedo y las emociones de repulsa afloren en el visionado del filme. Eliminar de la ecuación el CGI podría ser un atraso en la actualidad, también podría ser simplemente un homenaje a un tipo de cine pasado o tal vez querer trabajar en un tipo de cine de género de serie B; no obstante, el abandono sistemático del cine de lo físico y material, genera una sensación de irrealidad insufrible.

En las precuelas de Star Wars ya tuvimos esa sensación de extrañeza, de fantasía; en definitiva, de mentira. Vulgarmente diríamos que se le veía el cartón, cuando paradójicamente no había cartón. El truco es no saber qué es físico y qué es digital, a menos que el director desee enfatizar el efecto real por cualquier motivo.

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En ese sentido las decisiones estéticas de los directores de  Maligno y Apéndice han sido claras; el siamés malvado, abandonado y con aspecto de detritus humano, de repulsiva deformidad y odio hacia su hermano, tenía que ser lo más realista posible. Que casi pudieras tocarlo, arañarlo o golpearlo como si de los personajes de Cronenberg se tratara, manipulando la carne infecta y desagradable para que la reacción del público sea inmediata, directa y visceral. Una mezcla entre la sorpresa, el asco y la risa; algo cercano a lo que sucedía cuando en los 80 se asomaba el monstruo de turno blandiendo una dentadura desordenada y puntiaguda.


Por otro lado, estas historias siempre revelan el temor humano al reverso tenebroso y oscuro que todas las personas tienen, ese mal que nos acompaña y que es inherente a la especie humana, encarnada en estas cintas en un siamés, o tumor purulento surgido de alguna parte del cuerpo, en ese lado malvado que nos dejamos salir.

La criatura de látex o plástico regresaba por la puerta grande a la saga de Star Wars una vez que Disney se hizo con los derechos. Se alejaron, al menos unos pasos, de lo que Lucas había hecho con las precuelas en los revolucionarios albores del CGI. El propósito tenía matices, no tanto por mejorar la experiencia visual del espectador sino por captar su nostálgica e infantil mirada. Los personajes gomosos no volverán al cine más palomitero del género, pero pueden integrarse en las películas como un elemento más, y en alguna señalada ocasión, como ya hemos visto, ser los villanos con alguna capa de CGI que arregle movimientos y naturalidad.

Recordar aquellas criaturas nos revela que el creador, el cineasta y los profesionales de los efectos especiales siempre han sentido una pulsión por llevar a la pantalla el horror de la forma más fiel posible a como lo han imaginado, aunque para ello tuvieran que usar cientos de kilos de maquillaje, sangre, látex y plástico.